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                                 ¿Dónde estás tú?
                                  (Génesis 3:8-10)


INTRODUCCIÓN


Esta es la pregunta más antigua y, con seguridad, una de las más solemnes que haya afrontado el ser humano. Fue planteada en circunstancias dramáticas por Dios mismo.

Uno de los muchos y más trágicos resultados del pecado fue el penoso cambio que se verificó en la naturaleza moral de Adán y Eva. Inmediatamente después de su falta, se sintieron despojados de la paz y la inocencia originales en su lugar fueron abrumados por la culpa y la vergüenza.

Deliberadamente se habían arriesgado a desobedecer el mandato divino en consecuencia, se quebró el vínculo de confianza que los había conservado unidos a su Hacedor. El gozo y el amor desaparecieron de sus corazones. Atemorizados y confundidos pretendieron huir de Dios. Y a ese hombre, extraviado y confundido, Jehová Dios lo llamó y le dijo: ¿Dónde estás tú?
¿Qué sentido tenía esta pregunta? ¿Acaso Dios no sabía dónde estaban Adán y Eva? ¿No conocía su condición, su orfandad y su miseria? Claro que sí. Y precisamente porque sabía cuán profundo y oscuro era el abismo en que habían caído, fue que levantó su voz como un rayo de luz para iluminar sus conciencias.

Ese interrogante no sólo era un lamento que brotaba del corazón divino. Era una voz de alerta para despertarlos de su sopor y que comprendiesen la insensatez de su pecado. ¿Dónde estás tú? preguntó Dios. ¿Qué ha pasado contigo? ¿Por qué te atreviste a recorrer senderos extraños? No era ese el plan para ti, fuiste creado para ser feliz eternamente y no para conocer el mal. Te formé para que disfrutes de mi amistad y no para que huyas de mi presencia. ¿Te das cuenta a dónde has llegado bajo el impulso de la codicia y la ambición?

Ante el planteamiento divino, Adán y Eva confesaron su falta, pero no reconocieron su culpabilidad. Pretendieron justificarse con diversas excusas: Adán indicó que la compañera que Dios le había dado era la culpable Eva, en tanto, acusó a la serpiente: Me engañó y comí fueron sus palabras. Ambos hicieron lo que la mayoría de los seres humanos hacen frente al pecado: excusarse. El orgullo no les permitió reconocer su falta. A lo que pregunto, ¿es esa nuestra actitud? ¿Nos atrevemos a discutir con Dios a fin de encubrir nuestros pecados?

Se cuenta que durante una visita a la prisión de Potsdam, Federico Guillermo I recibió un gran número de peticiones de perdón de prisioneros que se quejaban de las injusticias de la ley. Todos decían que habían sufrido condena a causa de testigos falsos, jueces parciales y abogados poco escrupulosos. De celda en celda la historia se repetía, hasta que el rey se detuvo en la puerta de una de ellas, ocupada por un huraño preso que no dijo una palabra. Sorprendido por su silencio, el monarca dijo jocosamente: Bien, supongo que usted también es inocente. No, Majestad, fue la desconcertante respuesta, soy culpable y sólo tengo el castigo que merezco. ¡Qué valor, qué nobleza admirable implica reconocer nuestras faltas!

Allá en el jardín del Edén, la Voz de Dios no sólo resonó para que nuestros primeros padres comprendieran la gravedad de su pecado. Su propósito no fue acusar al hombre. Por sobre todo, la suya fue una voz de amor que dio esperanza al ser humano. Su mensaje no concluyó hasta ofrecer a nuestros primeros padres la primera gran promesa de redención. En esa misma hora, la hora del fracaso y de la culpa, Dios les aseguró la victoria por medio de Jesucristo, quien habría de nacer de la simiente de la mujer. ¿Dónde estás tú? preguntó el Señor. Yo sé que me has desobedecido, que dudas de mí, que me temes pero yo te amo. Tú te escondes, pero yo vengo a tu encuentro para salvarte, para restituirte, para darte poder para vencer el pecado. Vengo para ofrecerte mi amistad y mi compañía para invitarte a que confíes nuevamente en mí.

Al errante y fugitivo hombre del jardín del Edén, y a los que a través de todos los siglos huyen de Dios, Él les dice: Yo te busco, yo te amo. Hermanos, ¿para qué huir de Su presencia, si lo que él quiere es darnos vida eterna? Pregunta el salmista: (Leer Salmo 139:7-12)

De muy diversos modos Dios hace oír su voz para que nuestra conciencia despierte a la necesidad que tenemos de El, y para que comprendamos Su amor. Al hijo pródigo de la parábola, el Señor lo alcanzó en el abismo del hambre, de la soledad y de la miseria. La falta de pan y la falta de amigos lo hicieron recapacitar. En esas circunstancias pareció escuchar la voz de Dios que le decía: ¿Dónde estás tú? ¿Por qué te expones a semejante necesidad cuando podrías estar disfrutando de todo lo bueno en la casa de tu padre? Y como describe el relato bíblico, el hijo pródigo escuchó la voz de Dios y respondió con sincero arrepentimiento. (Lucas 15:17-24)

Tiempo atrás un hombre relataba el modo cómo Dios iluminó su conciencia y le hizo sentir la necesidad de cambiar el curso de su vida. Se encontraba en rueda de amigos en un bar. Bajo los efectos del alcohol la conversación se hizo animada. De pronto empezaron a discutir sobre quién había sido el hombre más feliz. Uno dijo que fue Adán, porque no tuvo suegra. Este hombre reaccionó, y se dispuso a contar la historia de Adán y Eva como la relata el libro del Génesis. Luego pasó a comentar con mucha autoridad otros temas de carácter religioso. De pronto, uno de los compañeros le dijo: ¿Y qué haces tú aquí, alcoholizándote, conociendo como conoces las enseñanzas de la Biblia? El hombre no supo qué contestar inmediatamente regresó a su casa y le imploró a Dios que le ayudase a abandonar los vicios y a encaminarse por una senda mejor. Al día siguiente, el mismo Dios que le había hablado a través de la reprensión del compañero de juergas, volvió a hablarle en un extraño idioma. Amaneció enfermo. La dolencia se prolongó durante varios días hasta que, por fin, decidió ver al doctor. Después de examinarlo, el médico le dijo: Tiene usted dos alternativas. Si corta con la bebida podrá seguir habitando en el barrio de los vivos y si no, en poco tiempo lo llevarán al otro barrio. Esa advertencia tan directa del facultativo sacudió nuevamente su conciencia. ¿Dónde estás tú? fue el mensaje que Dios le envió. ¿Por qué malogras tu salud y arriesgas tu destino, si sabes cómo debes comportarte? A partir de ese momento, se transformó completamente.


CONCLUSIÓN

Dios nos habla de muchas maneras. Él no sólo quiere hacernos entender dónde estamos, cuál es nuestro problema y nuestra necesidad, sino que también nos revela su amor y su poder. Nos busca para ayudarnos, para salvarnos. Recordemos lo que ocurrió con el rey David cuando se apartó de Dios codició la mujer ajena y para tomarla hizo matar a su marido. En esa hora sombría, valiéndose del profeta Natán, el Señor se acercó a David, y en forma directa le señaló la monstruosidad de su pecado. Cuando su falta quedó expuesta, humildemente David reconoció que había pecado entonces Dios le aseguró el perdón.

Tal vez hoy estemos escuchando la misma pregunta que oyó Adán, ¿dónde estás tú? Si estamos alejados de Dios, si caímos en el abismo del mal, si sentimos que hemos transgredido Sus mandamientos y Sus enseñanzas, no desesperemos. Él nos dice: (Leer Isaías 1:18)

Una niñita le preguntó a su madre: ¿Hay alguna cosa que Dios no pueda hacer? No, hijita mía, respondió la madre, Dios puede hacer cualquier cosa. No, mamá insistió la niña, hay una cosa que Dios no puede hacer. ¿Y cuál es esa cosa? preguntó la mamá. Él no puede ver mis pecados cuando están cubiertos con la sangre de Jesús, respondió la niña.

¿Estamos amparados por la sangre y el amor de Jesucristo?

Doquiera estemos, el Señor nos alcanza con su amor. Él, en forma muy especial, nos habla por el Espíritu Santo, para decirnos: (Leer Hebreos 3:7,8) Dondequiera que estemos, el Espíritu quiere guiarnos a los pies de Jesucristo. Y nosotros podemos aceptar Su salvación en el lecho de enfermedad o en la situación más difícil y angustiosa. Allí el Señor se acerca a nosotros para mostrarnos que hay perdón, que hay esperanza, que hay ayuda en nuestro bendito Salvador. Aceptemos su invitación y por la fe alleguémonos a Dios
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